jueves, 12 de diciembre de 2013

Práctica 7: Relato "Un mundo ideal"


Antes de que todo acabara, de que su cuerpo bailara con el viento en forma de cenizas, solo media sonrisa y un leve destello de cordura, consciente de que cuando terminara de repasar cada momento de su vida el reloj volvería a contar los segundos, y tendría que cerrar sus ojos para siempre.



Recorrían el callejón de vuelta al orfanato, dando tumbos, sostenidos sobre los hombros del otro. Eran las 6 de la mañana y el sol aún no había querido despertar,  parecía que le daban miedo los siniestros edificios que custodiaban la ciudad. Demasiado alcohol y compuestos que formaban las pastillitas de colores corrían por sus venas. Pero en aquel momento solo podían reír y cantar, la vida ya había sido demasiado dura con ellos como para lamentarse una noche más. –Tenemos que cambiar este mundo de mierda Antonio- Dijo Fernando, mientras golpeaba de una fuerte patada una papelera llena de basura en un lateral del callejón. -¿Y cómo vamos a cambiarlo dos críos recién ascendidos a mayores de edad, Fernando? ¿Tienes algún plan genial?- Contestó Antonio riendo. De repente algo llamó la atención de los dos. De la papelera que acababa de caer al suelo se había salido un viejo folio en blanco que brillaba con una luz especial. Se acercaron y contemplaron incrédulos como iban apareciendo unas letras rojas en las que se podía leer:

“Solo uno de los dos escribirá aquí su nombre, solo uno vivirá. Los caminos del azar son caprichosos. Puede que el loco dé cordura a un mundo a punto de explotar”

Creyeron estar bajo algún tipo de efecto secundario que los hacía delirar, pero las letras se borraron de repente y ambos sintieron una enorme corriente que destrozaba y amordazaba de dolor todas las partes de su cuerpo, atrayéndolos con fuerza hacia el centro del papel. Fernando estaba delante, empezó a flaquear y quiso dejarse ir, pero entonces Antonio agarró fuertemente su mano, en un gesto inconsciente de lealtad hacia su amigo. Una última racha separó sus manos y Fernando desapareció. Allí no había nada ni nadie. El sol empezó a divisarse al final del callejón. La vida volvía a brotar, zapatos y trajes como adoquines cubrieron las aceras.




30 años después…



Las glándulas suprarrenales de su cuerpo estaban trabajando al máximo, generando la mayor cantidad de adrenalina que podía soportar. Habían pasado un par de años desde que regresó de Tanzania, donde despertó completamente amnésico cuando tenía 18 años. Vivió perdido en un país donde todos se giraban a mirarlo, y la única ley estaba en la calle. Todavía no sabía cómo había conseguido sobrevivir. Contempló cosas horribles, niños muriendo por desnutrición, batallas campales en las que salir corriendo era la única alternativa a acabar muerto de un machetazo en la cabeza, odio, destrucción…. Llegó a pensar que estaba en el infierno del que hablaba la sagrada Biblia. Pero todo aquello le había hecho más fuerte psicológicamente. Ahora entendía el mundo de otra manera, veía con claridad. Cuando regresó a España en el año 2021, con la esperanza de un mundo mejor, encontró un país viejo y cansado, en donde la corrupción era una forma de vida. A las familias se las obligaba a dejar sus casas vacías y vivir en las calles, desahuciadas, y los banqueros y políticos lo controlaban todo, arruinando a la sociedad con impuestos que eran desviados a paraísos fiscales. Acomodó mejor su cuerpo al muro de la azotea del alto edificio y reposó sobre él el rifle francotirador. Puso el ojo en la mirilla y apretó tres veces el gatillo.



El despertador sonó a las 7 y media, como cada mañana. Antonio se levantó y se dirigió al baño para lavarse la cara. Unas pequeñas arrugas bajo sus ojos amenazaban con profundizar aún más. Bajó a la cocina para preparar su desayuno y el de su hijo pequeño, que aún dormía. Hacía un par de meses que le habían despedido de su trabajo en la central de ferrocarriles. El motivo eran los recortes y la antigüedad. Querían nuevo personal cualificado que estuviera familiarizado con las últimas tecnologías y cuyo sueldo pudiera negociarse. Encendió la televisión para ver las noticias de la mañana. Los titulares de todas las cadenas mostraban el asesinato múltiple de dos altos cargos políticos y de un dirigente de la banca española mientras entraban a un lujoso restaurante del centro de la ciudad. Con ellos hacían ya seis asesinatos en el último mes. Al parecer un asesino en serie, al que habían tardado poco en ponerle el mote de “El Cazador”, estaba terminando con la vida de personas influyentes del país. En las manifestaciones continuas que se producían en las calles se dejaban ver pancartas con su nombre. Mucha gente veía en él una esperanza, una especie de salvador.

Era 24 de diciembre, así que decidió aparcar sus currículums y simplemente salir a dar un paseo. Mientras andaba sobre las hojas caídas, entre los árboles vestidos con luces de navidad del parque de su barrio, pensó en ese loco cazador de ladrones y extorsionadores, y le vino a la cabeza aquella mañana de 1993. La frase de Fernando diciéndole que tenían que cambiar el mundo. Nadie le creyó cuando contó lo que había ocurrido, incluso le culparon de su desaparición y le expulsaron del orfelinato. –Si estuvieras aquí Fernando, serías el primero en salir a la calle con una pancarta, y el primero en la línea de fuego de las balas de goma- pensó, con una sonrisa triste.



La policía seguía la pista del delincuente. Encontraron el arma en la azotea, pero a diferencia de otros asesinos en serie, éste no dejaba nada que pudiera indicarlos dónde o de qué manera se produciría el siguiente ataque. Era un auténtico quebradero de cabeza para los agentes de la ley, y los altos cargos empezaron a temblar. La presión de la gente era cada vez mayor, y la sombra de “El Cazador” empezaba a pesar con fuerza sobre sus espaldas. Parecía que aquella navidad iba a ser más tranquila para las familias  que tenían que dormir arropadas por cartones y plásticos en las calles que para aquellos que disfrutaban de grandes lujos y comodidades. Se habían cancelado la mayor parte de las reuniones institucionales y el estado de alerta estaba declarado. Solo el presidente se reuniría unas horas antes de que acabara el año con el Rey de España en la Zarzuela. Sabían que estaban en el ojo del huracán del asesino, así que se extremaron las medidas de seguridad. La reunión discurría según lo previsto. Se tratarían temas de estado de suma importancia, por lo que, tras un largo almuerzo en el que se buscaba transmitir total normalidad, el presidente y el Rey entraron en un despacho apartado para proseguir con sus asuntos. La prensa esperaba a las puertas, con varias cadenas conectando cada cierto tiempo en directo. Y como todos pensaban, aunque nadie se hubiera atrevido a decirlo, algo sucedió. Las emisiones se interrumpieron y un hombre adulto, sentado en un lujoso sillón, vestido con un elegante traje de camarero, apareció en las pantallas lanzando un mensaje:

“A todas las familias que  sufrís cada día por no poder alimentar a vuestros hijos, por no poder dejarles soñar con que este año sí que han sido buenos y van a venir los Reyes Magos, a todos aquellos que sois víctimas del engaño y la corrupción, que os ha dejado sin casa, si trabajo, y sin futuro. Sé que a muchos de vosotros ya no os quedan ganas de vivir. No puedo hacer que todo empiece otra vez de cero, pero quiero dejaros un regalo esta navidad. Siempre soñé con cambiar las cosas, siempre quise ver “un mundo ideal”. Espero que vosotros podáis verlo algún día por mi”



Antonio se levantó de la silla de un salto. Acababa de escucharse una explosión y el suelo había temblado fuertemente durante unos segundos. No sabía que había ocurrido. Abrió la puerta de su casa y puso los pies en la calle. La gente corría como loca, asustada. Alguien gritó: ¡Ha estallado una bomba en la Zarzuela! No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Quién había sido capaz provocar semejante atentado? El corazón latía fuertemente en su pecho, acelerado ante la perplejidad de la situación. Estaba conmocionado, con los ojos muy abiertos. Inconscientemente bajó la vista hacia el suelo. Por debajo del felpudo sobresalía una vieja hoja de papel. Una fuerte ráfaga inundó su cuerpo justo antes de cogerlo, con las manos temblorosas. Lo abrió y contempló atónito las dos palabras que había escritas en una tinta del color de la sangre.


“Fernando Expósito”

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